De pequeña, nunca me hizo falta tener un padre, pero al crecer, comencé a entender que a veces hacía falta tener dos padres que aportaran económicamente para suplir las necesidades básicas de un hogar.
Por IRENE CRUZ
EL NUEVO SOL
“¿Cómo está?”, preguntó mi mamá por teléfono.
“Bien, bien. ¿Y usted?”, se escuchó una voz de bajo tono.
En ese momento, revisé mi teléfono para averiguar si mi papá me había regresado la llamada. A mi padre le daba mucha pena hablar conmigo, y cuando no alcanzaba a contestar mi llamada, mejor le llamaba a mi mamá para averiguar qué había ocurrido.
“¿Por qué me llamó la niña? ¿Qué necesita?”, preguntó mi papá.
“Será mejor que ella hable con usted”, dijo mi mamá entregándome el teléfono.
La verdad era que a mí también me daba pena hablar con él, y mucho más cuando necesitaba pedirle dinero. Desde los 10 años mi padre le pagaba $250 al mes de child support a mi mamá y al graduarme de la escuela media a los 17 años, la esposa de mi padre fue muy inteligente en avisarle que ya no era su deber pagar ese dinero.
La primera vez que conocí a mi padre, no sabía quién era. A los tres años, estaba demasiado pequeña para entender quién era él. Mi mamá me llevó a El Salvador para conocerlo. Él vivía en una isla pequeña del departamento de La Paz. De ahí en adelante, no volvería a ver a mi padre de nuevo, sino hasta los 9 años.
Toda la vida entendí dos cosas: que mis padres nunca se habían casado y que mi padre siempre permanecería separado de mi mamá y de mí. Durante 7 años, escuché a mis padres discutir por teléfono sobre el dinero que se supone él debía depositar al principio de cada mes. Mi padre prometió pagarle el dinero, con la condición de que no iba a volver a darme regalo para navidad o regalo de cumpleaños, según me di cuenta muchos años después.
De pequeña, nunca me hizo falta tener un padre, pero al crecer, comencé a entender que a veces hacía falta tener dos padres que aportaran económicamente para suplir las necesidades básicas de un hogar como la renta, aseguranza, comida, carro, etc.
Al parecer, soy parte de una gran cantidad de muchachos jóvenes que crecen sin la presencia paterna. En América Latina, cuatro de cada diez familias experimentan la ausencia un padre. Según estudios realizados por la “Fundación Honrar la Vida”, en el 2016, 70 por ciento de los niños que crecen sin la presencia de un padre dejan sus estudios académicos.
Ahora como una persona adulta, entiendo que a mi padre a los 17 años seguramente se le hizo difícil entender las responsabilidades de tener un hijo. Probablemente, cuando yo nací, él deseaba vivir su vida libre de responsabilidades. Ahora a los 40 años, trabaja de lunes a sábado aproximadamente 12 horas al día para proveer para sus tres hijos.
Poco a poco la relación entre mi papá y yo va cambiando. Aún no hemos podido platicar sobre todo lo que ha pasado durante todos éstos años, pero sé que a su manera, él me quiere.
“Hola papá ¿Qué tal?”, tímidamente le pregunté.
“Bien hija. ¿Qué paso, todo bien?”, pregunto él.
“Si papá. No más que necesito $800 para arreglar mi carro. Se lo agradecería mucho si me ayudara con eso.”, le respondí.
“Está bien, hija. Yo te ayudo, no te preocupes.”, me aseguró.
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