Como ésta, existen miles de historias de familias que con el mismo sueño que el mío –reunirse con sus seres queridos– deciden arriesgar sus vidas cruzando para “el otro lado”. Desafortunadamente, muchas de ellas no comparten el mismo final feliz.
Por ALEJANDRA VÁSQUEZ
EL NUEVO SOL
Toda mi niñez la viví en una sola ciudad. Jamás llegué a imaginar que recorrería miles de kilómetros por avión, algunos más en carro y otros cuantos caminando persiguiendo únicamente un sueño: reunirme con mi familia.
Nací en Morelia, Michoacán, una hermosa ciudad conocida por su majestuosa catedral y su famosa Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Sí, en esta ciudad tarasca nací y crecí los primeros 12 años de mi vida. Con una niñez relativamente normal, crecí siendo muy apegada a mi mami, quien con una educación “a la antigua”, nos consintió a mi papi, a mis dos hermanos de 16 y 5 años de edad y a mí. Ninguno de nosotros llegamos a pensar que esta unión se rompería de la noche a la mañana.
La mayoría de las personas que emigran, se van huyendo de la pobreza, otros de la violencia; mi familia y yo del alcoholismo de mi padre, que nos había destruido emocional y económicamente. Muchas veces, mi mami nos llegó a mandar a la tiendita de la esquina a pedir fiado y con mi abuelita por un poco de frijoles con la excusa de que se le habían quemado a ella al cocinarlos. Como hija obediente, yo tomaba mi bicicleta, me aguantaba la vergüenza y la obedecía.
Si tendría que describir a mi mami en una sola palabra, lo haría diciendo que es una mujer “luchona”. A pesar de los celos machistas de mi papi –que varias veces la llevaron a necesitar asistencia médica– ella siempre buscó la forma de sacar unos centavitos extra vendiendo productos de belleza y haciendo ropa en una vieja máquina de coser, en lo que su cómplice fiel –yo– siempre la ayudé repartiendo pedidos de las prendas de ropa que hacía.
Al ver mi mami la condición alcohólica tan avanzada en la que se encontraba mi padre, mi mami se vio obligada a tomar una decisión que cambiaría el destino de toda mi familia. Al ver que los ahorros de ambos estaban por terminar, ella motivó a mi papi a cruzar la frontera con la esperanza de que al estar lejos de las amistades que lejos de ayudarlo a superar su adicción, lo sometían aún más, nuestra situación económica y la salud de mi padre mejoraría.
Un día del mes de octubre de 1998, celebrábamos los quince años de una de mis tías. Después de bailar el famoso vals y de partir el pastel, mami y papi nos llamaron a mi hermano mayor y a mí. Después de darme la bendición, me abrazaron tan fuerte como para no soltarme jamás. Con sus ojos llenos de lágrimas y haciendo fuerza para que no la viéramos llorar, mi mami dio la media vuelta y de la mano de mi papi y mi hermanito partieron. En una pista repleta de gente, todo se sentía vacío.
¿Por qué todos están tan contentos bailando? ¡Qué no se dan cuenta que el “otro lado” me está quitando a mis padres y sólo Dios sabe cuándo los volveré a ver!
Después de 9 eternos meses – en el verano del año 1999 – esa llamada con la que soñaba todas las noches, y la que le pedía con lágrimas en los ojos a Diosito me regalara, finalmente llegó. Esa llamada telefónica de mi mami y mi papi dándonos algunas indicaciones de cuándo nos reuniríamos con unos conocidos en Tijuana, nuestro punto de partida hacia la aventura forzosa que jamás olvidaría.
El Centro Hispano Pew reportó que entre los años 1995-2000 casi 700,000 mexicanos indocumentados migraron a este país, en una época en donde la economía se reportó haber sido próspera. Las llegadas anuales disminuyeron significativamente un año después, cuando aproximadamente 580,000 indocumentados mexicanos llegaron al país. Este descenso se le atribuyo a la recesión económica que sufrió el país a principios de esta década. A partir del año 2006 la migración mexicana ha disminuido notoriamente, reportándose alrededor de 350,000 migrantes. Tres años después el número disminuyó a 150,000 y en el 2010 el número continuó disminuyendo a 140,000 migrantes.
Ni mi hermano ni yo empacamos muchas cosas. En realidad, no empacamos nada, tan sólo lo que nos pudo caber en una pequeña maleta. Eso sí, íbamos cargados de deseos de ver a mis padres y a mi hermano, y de abrazarlos y pedirles que no nos volvieran a dejar solos.
Desafortunadamente, en el caso de los menores de edad que migran solos a los Estados Unidos sin documentos, los números han incrementado alarmantemente. De acuerdo con el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU., desde el año 2011 el número anual de menores indocumentados que emigran solos al país ha incrementado de 6,560 menores a un pronóstico estimado de 70,000 para el año 2015. La mayoría de estos menores ha reportado estar huyendo de las pandillas, los cárteles de drogas y la violencia.
Mis padres tuvieron que reunir $2,300 dólares para cubrir el gasto del coyote por cada uno. Mis tías y mi abuelita me preguntaban si no me daba miedo cruzar para el otro lado. ¿Miedo? ¿De qué hablan? Yo sólo pensaba en estar junto con mi mami otra vez.
La inocencia que distingue a una niña de doce años me impedía darme cuenta lo que en realidad significaba “cruzar para el otro lado” y los riesgos que ésto implica. Jamás me pasó por la mente que cientos de personas pierden sus vidas en el intento cada año. Mucho menos que miles de menores de edad son violados, secuestrados o mueren a causa de las condiciones climáticas cada año, debido a su vulnerabilidad.
La Patrulla Fronteriza de EE.UU.reportó que desde 1998, tan sólo en el suroeste de la frontera Estados Unidos-México, aproximadamente 249 personas perdieron la vida. Estos mismos reportes señalan que desde entonces – hasta el año pasado – un aproximado de 5,520 personas perdieron la vida tratando de cruzar en esa área de la frontera estadounidense. Desde el año 2002 el mayor número de estas pérdidas han ocurrido en las áreas desiertas de Tucson.
Una de mis tías nos decía que nos quedáramos y que ella nos pagaba nuestros estudios. No podía ser tan mala la pasada para que ella nos ofreciera tal propuesta, ¿O sí? Eso lo descubriría días después.
Mi abuelita, mamá Evelia, quien se convirtiera en nuestra guía y consuelo, con lágrimas se despidió de nosotros. Yo no podía estar triste. Sí, yo sabía que estaba dejando a mis amigas del alma, a mi escuela, a mi país, pero sólo una cosa me pasaba por la mente, y era estar con mi familia.
Partimos en el avión que nos llevaría a Tijuana con un conocido de un tío. Ahora sí estábamos solos. Después de dos días, nos llevaron a otra casa en la misma ciudad. Mi hermano y yo sólo traíamos lo que llevábamos puesto; le habíamos dado nuestras mochilas a otro familiar que las pasaría por la línea.
Al nuevo lugar al que llegamos habían más de diez personas, varios hombres y dos o tres señoras jóvenes. Todos conocían a por lo menos una persona más en el grupo. La casa estaba totalmente desamueblada, sólo había un colchón en el único cuarto que tenía la casa. En los gabinetes había algunos cuantos trastes que en realidad nunca usamos porque comíamos lo que nos llevaban de algún restaurante de comida rápida. Las paredes eran color claro y la alfombra de color oscuro. Desde el momento en que llegamos a la casa hasta el día en el que nos recogieron a todos en una van, las ventanas permanecieron siempre cerradas.
Ahí pasamos la noche, algunos en el colchón, los demás en el piso. Mi hermano y yo siempre juntos. No había cobijas, fue una noche fría, pero no tan fría como las que nos esperarían. Recuerdo ver a mi hermano siempre tranquilo, tal vez ese era su intención para que yo no me asustara.
Al día siguiente, una van nos recogió. El vehículo nos dejó en un campo árido. Árboles secos, con excepción de uno, el más grande, un roble. Alrededor de él, nos sentamos todos a esperar las indicaciones del coyote. Si queríamos ir al baño, teníamos que ir entre los árboles. Me acordaba que en la escuela nos decían los profesores que los alacranes y serpientes eran famosos en ese tipo de lugares, así que teníamos que caminar con cuidado.
Después de esperar varias horas, comenzamos a caminar, caminar y caminar, entre los sembradíos y largos caminos que parecían no tener principio ni fin. Después de tanto caminar, al final tuvimos que regresar, al parecer estaba muy “caliente” la migra y el coyote no quiso arriesgarse.
Por el día, el calor era insoportable, pero por la noche, el frío se sentía hasta en los huesos. En una noche normal, hubiera sido imposible dormir, pero el cansancio nos venció y no despertamos hasta el día siguiente, gracias a los fuertes rayos del sol que quemaban nuestros rostros.
Gracias a Dios y a la generosidad del coyote, comimos ese día. Llegó una persona con comida: sándwiches y fruta. ¡Qué suerte tuvimos! Hay tantas historias en las que muchos coyotes han dejado a la intemperie a las personas que terminan pereciendo deshidratadas.
Él no, él nos cuidó. Pero por más que me cuidara por ser la única niña, las miradas desnudantes de los hombres del grupo jamás cesaron. Eran unas miradas incómodas que me seguían e insistían en caminar a mi lado. Jamás solté la mano de mi hermano, ambos tratando de no separarnos del coyote, como buscando protección.
El Departamento de Estado de EE.UU. estima que existen un aproximado de 600,000 a 800,000 víctimas de tráfico humano anualmente en fronteras internacionales alrededor del mundo. Aproximadamente la mitad de estas víctimas son menores de 18 años y 70 por ciento son víctimas de la trata en la industria del sexo.
Esa noche fue la más larga de toda mi vida. Caminamos toda la tarde bajo el calor infernal y toda la noche, con un frío que atravesaba mi delgada chamarra. Algunas veces el coyote nos hacía caminar en círculos, en reversa. Decía que era para confundir a los de la migra.
Mi cuerpo temblaba, no sabía si de frío o por los altos faroles que giraban sus luces vigilantes buscando inmigrantes, o los carros de los agentes de inmigración que se escuchaban a lo lejos.
De repente, el coyote nos dijo que paráramos y que nos agacháramos por que la migra estaba cerca. En ese momento, como deseaba ser uno de esos animalitos del desierto para poder esconderme entre los arbustos.
Mientras esperábamos la señal para correr, pude apreciar el profundo cielo que embellecía al seco desierto. Nunca me había dado cuenta qué tan extenso podía ser el cielo y cuántas miles de estrellas podían existir. El espectáculo era realmente una maravilla. Una estrella fugaz apareció de la nada. Había escuchado que si pedías un deseo con todas tus fuerzas, se te podía cumplir. Cerré mis ojos y de todo corazón pedí estar pronto junto a mi familia.
“¡Corran!”, gritó el coyote. Tomé la mano de mi hermano y corrí como nunca. Subimos una lomita. Llegué a pensar que no podría, pero mi hermano me decía: “¡Claro que puedes, vamos!”. Apretando mi mano muy fuerte con la suya, me jaló hasta llegar a la cima. ¿De dónde sacamos las fuerzas? No lo sé, pero lo logramos.
Pasando esa lomita estaba un río que cruzamos en una pequeña lancha inflable en dos grupos. Cuando nos tocó cruzar a nosotros, era un miedo terrible. ¿Qué tal si se volteaba? Yo no sabía nadar y se sentía la corriente fuerte. Cuando llegamos al otro lado del río, vimos que el primer grupo había doblado las ramas de bambú que estaban a la orilla para poder pisar tierra firme. Mi hermano pisó primero, pero cuando fue mi turno, una rama se quebró. Mi pierna derecha entró al agua por completo, sentía caer. En un segundo, me imaginé dentro del agua, arrastrada por la corriente y de repente, sentí una mano que me apretaba fuertemente. Esa imagen de terror se borró al darme cuenta que la mano que me apretaba era la de mi hermano, quien nunca me soltó.
Sin parar un solo momento, cruzamos corriendo una avenida enorme. Nos escondimos entre los arbustos a esperar a que llegara una van blanca que nos recogería minutos después. La van no tenía asientos, sólo el del conductor y el acompañante. Todos nos acostamos en el piso de la van como pudimos.
El gran momento llegó. Después de todo lo sufrido, mi deseo se cumplió, mi familia estaba unida de nuevo finalmente. Hoy mi mami jura que jamás volvería a exponernos a esa clase de peligros, y se arrepiente al saber lo que vivimos cruzando la frontera. Yo, por mi parte, lo volvería a hacer si fuera necesario.
Después de comernos a besos y de abrazarnos como nunca, decidí no volver a hablar de lo ocurrido. Sería una aventura forzosa que enterraría en mis recuerdos y nadie sabría de ella.
Lo que me motivó a compartirla fue darme cuenta que no he sido la única que pasó por la misma situación. Y que el miedo de decir: “soy indocumentada y crucé sin papeles” el día de hoy es cosa del pasado.
Esta fue mi aventura forzosa la cual tuve que atravesar para lograr reunirme con mi familia. Como ésta, existen miles de historias de familias que con el mismo sueño que el mío –reunirse con sus seres queridos– deciden arriesgar sus vidas cruzando para “el otro lado”. Desafortunadamente, muchas de ellas no comparten el mismo final feliz.
Muchos se quedan a la mitad del camino con sus sueños truncados por el desierto traicionero, o el cruel corazón de personas que sin escrúpulos abusa de ellos o los abandonan a la intemperie.
En realidad, considero que fui una niña muy afortunada, cada vez estoy más segura de que esa noche esa estrella fugaz fue una señal de que ni mi hermano ni yo estábamos solos. Diosito estuvo siempre con nosotros.
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