Testimonio del cabo Jesús Ponce a JACKIE GUZMAN
Cinco años atrás, no imaginé el drástico cambio que mi vida daría al incorporarme a los infantes de marina. Haber crecido en el sur centro de Los Ángeles no me prometía ningún futuro sobresaliente. En el año 2002, dos meses después de graduarme de la preparatoria, hablé con un desconocido que me comentó acerca de la Infantería de Marina, los marines. Indirectamente, él fue quien me reclutó, ya que él se había inscrito un poco antes. Las promesas fueron inmensas; con ellos iba a obtener un entrenamiento para un buen trabajo, ganaría mucho dinero y pagarían mi carrera universitaria.
La siguiente semana, ese mismo desconocido me llevó con los reclutadores. Mi mano derecha estaba enyesada porque había tenido una pelea y mis huesos estaban rotos. Sin embargo, a los reclutadores no les importó y yo, cansado de vivir en un barrio marginado, sin pensarlo dos veces y con ansias de un mejor futuro firmé mi sentencia de prisión con mi mano izquierda.
Me inscribí como un reservista y me llevaron a un entrenamiento intenso de 12 semanas en el Campo Pendleton. El 17 de diciembre de 2002, al bajar del avión, comenzaron los gritos y las órdenes por parte de mis superiores. Aprendí que el entrenamiento estaba diseñado para destruir nuestras creencias, confianza y lealtad para que después ellos pudieran hacernos creer nuevos dogmas en la forma en que la milicia quiere moldear a todos los soldados.
Me gritaban groserías en la cara regularmente. Todo lo que salía de sus labios era “Hazlo rápido, hazlo bien”. No sabía que me esperaba después, tenía miedo de cometer errores.
La meta principal en el entrenamiento es que todos los infantes de marina sepan manejar un arma. Cuando disparé por primera vez mi rifle M16 lo hice con incredulidad. No sabía si me gustaba escuchar ese ruido ensordecedor y me preguntaba si algún día lo usaría en el futuro.
Después de mi graduación fui asignado en la unidad de Pasadena. Mi rango era soldado raso. Parecía que todo iba bien, ya que por un año trabajé como chef y participaba una vez al mes en un entrenamiento. Sin embargo, ya se acercaban rumores de que la guerra conocida como Operación Libertad Iraquí II (O.I.F. II) había comenzado.
El 2 de junio del 2004 recibí una llamada de mi superior, quien me dijo que ese mismo mes sería llamado a servir. No lo quería creer y por un momento pensé que era un juego. Al darle la noticia a mi familia, mi madre lloró y mi padre dijo sentirse orgulloso ya que debía cumplir con mi deber. Al pasar de los días, la fecha se acercaba y mi miedo crecía. Todo el mes de julio fue dedicado a entrenamientos con armas y simulacros para disminuir nuestro miedo.
El 19 de agosto del 2004, arribé a Irak con un grupo de 400 soldados. El avión aterrizó en el Campo Victoria en Kuwait, donde estuvimos por cinco días. Mi cuerpo se llenaba de miedo mientras mi mente me decía que debía ser fuerte. Al llegar a esas tierras lejanas y desconocidas, un mundo extraño me daba la bienvenida a una muerte casi segura. Sabía que no iba a ser una tarea fácil. Era verdad, estaba en Irak… estaba en la guerra.
Poco después, fuimos instalados en la base aérea más grande de Irak en la provincia de Al Anbar. El clima era extremadamente caliente y húmedo. Con el uniforme puesto, la temperatura llegaba hasta los 140 grados. En varias ocasiones tuve miedo de deshidratarme o de sufrir un ataque. Dentro de mí, existía una ausencia, sentía que debía hacer algo más en mi vida, pero al mismo tiempo sabía que en cualquier momento podía morir.
Al pasar el tiempo, comencé a acostumbrarme al calor, a dormir con las luces prendidas y al ruido de los aviones y helicópteros despegando y aterrizando. Durante mis horas de trabajo, mi mente se mantenía ocupada, pero a la hora de dormir tenía mucho miedo de morir mutilado. Debía estar alerta en todo momento.
Una noche, mientras dormía, un ruido extraño me despertó. Mientras miraba el techo de la tienda de campaña escuché explotar una bomba. Mi cuerpo se congeló por un momento, mientras en la oscuridad escuchaba a mis compañeros preguntar qué es lo que pasaba. Enseguida miré una bola de fuego que atravesó como un cometa. Fue cuando entendí que nos estaban atacando. Dos bombas más cayeron a unos 100 metros de distancia y enseguida nos pusimos en guardia. Mi corazón latía incesantemente. Lo peor de todo es que no teníamos un plan de ataque y tuvimos esperar alrededor de dos horas antes de volver a actuar.
Esa sería una de tantas noches de desvelo. Yo trataba de bloquear mi mente diciéndome que los ruidos eran parte de un entrenamiento. Pero sólo funcionó por un momento, ya que al intensificarse los ataques ya no podía dormir negando la realidad. Mis compañeros estaban aterrorizados y constantemente hablaban de todo lo que extrañaban. Sus conversaciones comenzaron a afectarme y tenía tanto miedo de no poder ver la luz del siguiente día.
A mi corta edad, aprendí a usar un rifle, aprendí a disparar y también aprendí a matar. Aún no estoy seguro si estoy orgulloso de no haber matado a una persona inocente o decepcionado de no haber matado a un terrorista. Las órdenes eran no disparar al menos que el enemigo atacara primero. Varias veces desobedecí las órdenes, prefería disparar primero antes que otros terminaran conmigo. En esos momentos me sentía como un títere. Sabía lo que estaba haciendo pero no lo podía controlar.
El miedo más grande que me aterrorizaba era que un mortero cayera cerca. Estos son cohetes de aproximadamente un metro de longitud que son lanzados desde gran distancia y que al explotar esparcen una metralla que puede amputar el cuerpo en segundos o partirlo en pedazos. No quiero vivir con mi cuerpo amputado. Preferiría la muerte.
Al paso de los meses reaccionaba inconscientemente a las órdenes. Me sentía como un zombi y estaba cansado de pensar. Perdí el miedo y la noción del tiempo. Mientras estuvimos en Irak se nos dio la orden de no mencionar nada acerca de los ataques.
Después de estar siete meses en combate, el 27 de febrero del 2005 volví a ver a mi familia. Mis padres y hermanos daban gracias a Dios por tenerme de vuelta y por saber que esta guerra injusta no me había quitado ninguna parte de mi cuerpo. Sin embargo, me sentía extraño. Constantemente recordaba las terribles anécdotas de la guerra.
Cuando fui a visitar a mis amigos, no recibí una calurosa bienvenida. Solo les escuché decir: “Hey estás aquí” y me sentí fuera de lugar. Comprendí que ellos no entendían lo que viví en Irak. Entonces comencé a aislarme de la gente y cuando me preguntaban “¿cómo estás?” pensaba que se referían a como estaba mentalmente. No quería hablar con nadie. El silencio y el insomnio se convirtieron en mis mejores aliados.
Cuando estaba fuera de casa podía escuchar el terrible ruido de las bombas y constantemente imaginaba que el lugar en el que me encontraba podía ser destruido. Por las noches me despertaba el ruido de los rieles del tren que hacían temblar el piso. Imaginaba que eran granadas que caían cerca.
Uno de los peores momentos fue cuando desperté a media noche y miré un pequeño foco rojo encendido. Sabía que era el láser de un rifle apuntándome. Me congelé por unos segundos. Poco a poco me moví para que no me apuntara, estaba petrificado y la luz me seguía. Sentí que iba a morir. Al abrir los ojos nuevamente, me di cuenta que estaba en mi recámara y el foco pertenecía al botón de mi televisor. Por momentos sentía que iba a enloquecerme.
Al regresar de la guerra se me ofreció la oportunidad de continuar como un militar en activo. La corporación me prometía un trabajo con un salario mejor que en cualquier otro lado. Enseguida rechacé la oferta, ya que comprendí que la milicia no es para mí. La corporación me dio un cheque por 16 mil dólares, que fue el pago por mis servicios durante la guerra. Ahora entiendo que no vale la pena, ya que ese pago cualquier otro trabajador lo recibe sin arriesgar su vida. También me enteré que sólo los militares que están activos por lo menos un año, obtienen ayuda por parte de la milicia para pagar una porción de gastos escolares. Estuve sin hacer nada por cinco meses y trataba de disfrutar mi libertad gastando mi dinero. Pero dentro de mi existía un vació que ni el dinero podía llenar.
Después de mis vacaciones decidí trabajar en algún lugar donde no hubiera mayor interacción con la gente. Después de haber estado en Irak no quería hablar con nadie. Comencé en el Servicio de Paquetes Postales (UPS) haciendo trabajo de carga. Me sentía bien, ya que no tenía conversaciones forzadas. Poco a poco comencé a socializar con las personas.
En octubre del 2007 fui promovido a cabo de la Infantería de Marina. Mi trabajo ahora consiste en entrenar nuevos militares y dar órdenes. No me gusta que me tengan miedo y no me agradan las acciones que otros superiores toman en contra de los principiantes.
Como reservista tengo un contrato por seis años que consiste en atender un fin de semana al mes a un entrenamiento y en el verano atender por dos semanas a un entrenamiento extensivo. Al final del contrato debo esperar dos años más y en caso de otra guerra es muy probable que sea llamado a servir.
Mi contrato termina el 16 de diciembre del 2008, sin embargo, me enteré que mi unidad será activada nuevamente en noviembre y en febrero del 2009 regresarán a Irak. Aun no sé si seré obligado a regresar también. Al firmar mi sentencia de reservista pensé que sólo serían seis años. Jamás tomé en consideración los dos años extra de espera.
Hasta ahora no he reclutado a nadie y me siento orgulloso. Muchos militares lo hacen constantemente, ya que se les ofrece un bono monetario y puntos para obtener un rango más alto. Creo que al final cada individuo obtiene diferente experiencia con la corporación. Algunas personas son hechas para ser militares. Esto toma tiempo y devoción, por eso la mayoría terminamos odiando este trabajo. Jamás podría endulzar la dureza que se vive en la guerra.
Mi mayor temor es que en cualquier momento pueda ser llamado a servir. Sé que no estaré exento por los siguientes dos años de participar nuevamente en la guerra. No sé si me arrepiento de ser militar. Sé que por el resto de mi vida llevaré este título marcado en mi frente. Esa experiencia me ha dado la oportunidad de vivir lo que nadie se imagina y puedo compartir mi visión con otros. No le recomendaría a nadie a que se inscriba. Es mejor buscar otras alternativas e información antes de enlistarse. No vale la pena el sacrificio y el dolor que se les causa a nuestros seres queridos al saber que en cualquier momento podemos morir. Aún me arrepiento por todo el dolor que le cause a mi madre.
A mis 24 años poco a poco he comenzado a incorporarme a una vida normal. Aún tengo problemas para dormir, pero he aprendido a ser más sociable. Actualmente, estoy tomando clases en un colegio comunitario para transferirme a la universidad. Mi meta es ser maestro y enseñar nuevos métodos de aprendizaje a niños de primaria. Espero encontrar un trabajo o una pasantía relacionada con mi carrera. Por ahora, sólo quiero disfrutar la vida cerca de mi hijo, mi pareja y mi familia. Quiero dejar el mundo militar en el pasado para siempre.
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