Por NATALIE JIMÉNEZ
EL NUEVO SOL
Distancia.
Una palabra y una realidad que trato de olvidar. Después de tantos años, he llegado a entender cuánta carga tiene la distancia. En mi caso, esa carga consiste en dos mil cuatrocientas cuarenta millas.
Tenía once años cuando hice mi primer viaje a México. Fue la primera vez que pude físicamente conocer a mi familia después de solo comunicarnos a través de conversaciones telefónicas. Finalmente, pude ponerle rostro a la gente de las innumerables historias que escuché a lo largo de mi niñez.
Recuerdo que esa experiencia fue una mezcla entre felicidad y tristeza. Desde el momento en que llegué hasta el momento en que volví a casa, poco a poco comencé a darme cuenta de lo mucho que le faltaba a mi vida.
A los once años, pensé que las innumerables llamadas telefónicas que hice en mi niñez me iban a permitir sentirme conectada con mi familia. No era secreto que no sabía los nombres de todos o sabía cómo se veían, pero pensé que sabía lo suficiente como para no sentirme como una extraña al llegar.
Mi primer descubrimiento se produjo cuando salí del avión y caminé a la sección de llegadas. No sabía cómo se veían mis abuelitos y no estaba segura de cómo nos íbamos a reconocer. Afortunadamente, mi abuelito trajo un cartel grande y verde con mi nombre en letras mayúsculas: NATALIE.
En ese momento, no me di cuenta de lo extraño que era viajar sola para conocer a muchas personas por primera vez. Pero la emoción de finalmente estar con mi familia y en el lugar en que mi papá creció hizo que todo valiera la pena. Mirando hacia atrás, la adrenalina que estaba sintiendo en ese momento probablemente me impidió darme cuenta de todo lo que iba a confrontar.
Cuando llegamos a la casa de mis abuelitos, me sorprendieron muchos miembros de mi familia. Al ver a tantas personas, empecé a llorar. En ese momento, creo que lloré porque estaba abrumada con todas las caras nuevas y extrañaba a mis papás y a mi hermano. Pero ahora, creo que también lloraba porque me di cuenta de lo desconectada que yo estaba de mi familia.
Pasé dos meses en México. Fueron dos meses de conocer a mi familia por primera vez y de darme cuenta de todo lo que había perdido en los últimos once años. Fueron once años sin celebrar múltiples cumpleaños, sin presenciar nuevas adiciones a la familia y sin ningún contacto físico que deseaba tener cuando escuchaba a mis amigos hablar de sus familias.
Después de cuatro viajes a México, he llegado a la conclusión que posiblemente nunca me sentiré completa. Cuando voy a México, extraño a mis padres y a mi hermano, cuando estoy en casa extraño a mi familia en México. Es un ciclo constante de querer que todos estemos juntos, pero no tener la posibilidad de hacerlo.
Por mucho que esta realidad me duela, sé que le duele más a mi papá. Pero entiendo por qué sucedió así y entiendo que nuestra situación podría ser peor. Por lo tanto, acepto la distancia entre nosotros y la uso como recuerdo de cuánto estimo y quiero a mi familia.
La emergente literatura sobre las consecuencias de fuentes de estrés en la salud mental de los migrantes —que incluyen no sólo la discriminación, el acoso policial y el aislamiento social, sino también la separación familiar— apunta la urgencia de expandir el acceso de servicios de salud mental para los inmigrantes, sin importar su estatus legal, tal y como lo recomienda un estudio de la antropóloga Rebecca Crocker titulado: “Emotional Testimonies”.
La organización Hispanas Organized for Political Equality (HOPE) tiene una Guía de salud de California para personas indocumentadas, la cual incluye servicios de salud mental. Busque guías similares en otros estados del país.
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